sábado, 28 de marzo de 2009

Cómo no le va a doler

Óleo de Olga Costa, Vendedora de frutas.

Siempre será más importante saber de las personas que de los procedimientos o de los diagnósticos, conocer de ellas, tener empatía ¡saber escuchar! y no pensar por los pacientes o suponer las cosas sin indagar.

En el Hospital donde laboraba mi tío (estoy hablando de 1930), era un nosocomio de asistencia social, con una cobertura regional (de varios estados de la zona occidente de nuestro país), acudiendo habitantes de las diferentes ciudades, como de las rancherías cercanas a los pueblos de la ciudad; al médico de guardia le correspondía atender la consulta no programada, eran tiempos difíciles para el país y, más aun, para instituciones como este Hospital, con muchas carencias materiales, pocos recursos humanos, gran demanda de servicios y mas en día lunes.

Los lunes eran una condición especial en el área de consulta externa, dado que los pacientes que viven en rancherías distantes aprovechaban salir de sus lugares de origen el sábado por el medio día y ser consultados los lunes por la mañana, tratando de retornar inmediatamente para estar lo menos posible en la gran ciudad, por lo que siempre e invariablemente por más espacio que tuviera el Hospital este era insuficiente, las consultas se daban una tras otras; la mecánica era: los pacientes como iban llegando formaban una fila en las afueras del Hospital, justo frente a la puerta principal del edificio centenario, las monjas los introducían al Hospital hasta un corredor del patio principal e iban pasando uno a uno de los pacientes –acompañados siempre, sólo por una persona, esto por el gran número de gente que acudía al Hospital.

En uno de esos lunes estaba mi tío, encargado de la guardia (como eran pocos galenos, la guardia era rotativa, motivo por el cual no les tocaban días fijos de la semana para esa actividad), trabajando en un consultorio equipado modestamente (un escritorio de madera, dos sillas, el consultorio estaba dividido por una sábana, que, colgada en un mecate a lo largo de la habitación, hacía la función de biombo, creando así un espacio de recepción del paciente y su acompañante y otro de exploración teniendo para este fin una mesa y el equipo para la obscultación), cuando a media mañana entra una pareja de origen humilde, campesinos de edad media y acompañada de una monja.

La pareja se sienta en las sillas -una a lado de la otra y enfrente del escritorio del facultativo. Al preguntarles cuál es el motivo de la consulta, el señor, miraba al techo, agarrando su sombrero con las dos manos y haciéndolo girar, no respondía, la señora se agachaba, cubriéndose parcialmente la cara con su rebozo, sin contestar, ni decir media palabra; el doctor les repite en varias ocasiones la misma pregunta obteniendo ninguna respuesta, por lo que cambia el cuestionamiento preguntando: -¿quién es el paciente? El hombre sin emitir palabra señala con los ojos a la mujer, el doctor le pregunta qué le pasa y ésta no dice ¡nada!, tapándose más aún la cara. Entre más preguntaba el médico, más se tapaba la cara la mujer, por lo que con un ademán el médico le pide a la monja que indague con la paciente cuál es el motivo de la consulta.

La monja le pregunta al oído; después de escuchar de escuchar la respuesta de la mujer (también al oído), la monja se dirige al médico y le dice –¡también al oído!- lo que la paciente le ha respondido. El médico voltea a ver a la señora, ésta le rehúye la mirada; el galeno le indica a la monja la pase –a la paciente- al área de exploración, ambas mujeres se dirigen atrás del “biombo”; sin embargo, la paciente se resiste a cooperar para ser valorada clínicamente, teniendo que acudir la madre superiora de la congregación que auxiliaba en las labores de asistir a los enfermos. Después de varios minutos, ¡muchos!, la mujer bajo la presencia de cuatro monjas es valorada por el doctor.

Permitir ponerla de un costado de espaldas al biombo para que el doctor pudiera examinarla, fue una misión titánica; el asunto era que la paciente se quejaba de dolerle su “colita”. En la valoración el galeno detectó un problema de hemorroides en un estado severo de evolución. Sin decir palabra, girando la cabeza y sacándola al área de recepción, donde se encontraba el hombre; hace un ademán con la mano derecha y le pide que se acerque, éste se incorpora de la silla, camina hacia el galeno, quien, tomándolo por el cuello, lo acerca a la mesa de exploración donde la señora se encuentra recostada de lado, de espaldas en relación a ellos, descubierta de los glúteos, separados por las monjas (con sus manos), para mostrarle al señor la gravedad del padecimiento.

El médico sin más ni más le exclama en voz alta (¡ahora sí!): “cómo no le va a doler, si mire como tiene su colita”. En eso voltea y ve la cara de perplejidad del señor; una mirada fija, incrédula, de asombro por lo que el médico: “¿qué nunca le ha visto las nalgas a su esposa?” A lo que el ranchero contesta: “a mi mujer si pero a mi comadre ¡nunca!”. La mujer llora, grita. Las monjas apenadas la tapan y se santiguan. El doctor retira inmediatamente al señor del área de exploración, diciéndole “¿por qué nunca me dijo que no era su esposa?” A lo que el señor responde “porque usted nunca lo preguntó”.

El señor se regreso al rancho solo, a explicarle a su compadre que su esposa (a la que su comadre le había confiado, dado que no podía acudir al Hospital y que sólo le podía confiar la persona de su esposa) se quedaría internada para ser operada de urgencia. El médico aprendió a indagar y preguntar sobre el paciente (y su acompañante), antes de acudir a misas y rezar junto con las monjas una novena de rosarios pidiendo el perdón de Dios por todos los daños o consecuencias negativas que pudieran ocasionar sus actos.

Fuente: Historias de Galenos III, p. 26, autor: Dra. Bertha Félix Rodríguez Díaz

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