viernes, 26 de noviembre de 2010

Cuando la cultura da para todo

El pasado 23 de octubre se celebró el Día del Médico, así que comienzo esta entrada felicitando a todos mis colegas del mundo, deseo que Dios los siga llenando de bendiciones. Antes de entrar en materia, quiero decirles que no había publicado nada porque este año en particular he estado viajando con más frecuencia. Espero que no hayan dejado de visitar mi blog y que les parezca divertida la siguiente anécdota.

Como a toda persona interesada en sensibilizarse, a los médicos nos gustan las actividades recreativas que expandan el espíritu, es decir también nos gusta la cultura. Por lo menos a mí me encanta deleitarme con toda clase de manifestaciones culturales, sean exposiciones de pintura o conciertos. No es raro, pues, que esta anécdota se relacione con ese gusto personal. Precisamente, en uno de mis recientes viajes a la ciudad de Orizaba tuve la oportunidad de asistir a un Concierto de Gala de la Orquesta Clásica de esa ciudad. El programa era muy atractivo, consistía en obras de Tchaikovsy, Ravel, Beethoven, Moncayo y Márquez. Pensando en que el teatro iba a estar muy concurrido, mi hermana y yo llegamos con más de una hora de anticipación, para hallar buen lugar desde el cual poder disfrutar cómodamente del magnífico concierto. Queríamos estar más o menos cerca del escenario. Me parece que nos ubicamos en la octava fila de la primera sección central.

Imagen tomada del sitio dedicado a la orquesta: http://orquestaclasicadeorizaba.org/index.php

Ya sentadas, aguardamos con paciencia a que la gente ocupara poco a poco los asientos que habían elegido. Había uno vacío a mi derecha, y una mujer de unos cincuenta años, muy bien vestida y alhajada, se aproximó para preguntar por él. Le dije que no estaba ocupado y acto seguido me rogó que se lo apartara, pues tenía que ir al servicio. No volvió, sino hasta que el concierto ya había comenzado. Su llegada no fue nada discreta, ya que con torpeza pisó a las personas que se hallaban sentadas al inicio de la fila.

Esto desde luego provocó cierta molestia. Pero lo peor vino un segundo después de que se instaló a mi lado. Abrió un envoltorio que traía y comenzó a comer con absoluta falta de respeto a quienes estábamos a su alrededor y de la audiencia en general. Por el olor penetrante, yo diría que eran tacos de cabeza de res. Y por el tiempo que tardó en comerlos, estimo que eran unos diez tacos. Ella hacía tanto ruido con la boca al comer que mi atención dejó de estar en la orquesta. Por eso pude ver que a cada taco le agregaba la salsa que traía en una pequeña bolsa de plástico y, también, que al terminar con cada uno de ellos se chupaba los dedos. El procedimiento se completaba con sorbos al vaso del refresco. Esto no sólo estaba fuera de lugar, sino que además resultaba verdaderamente desagradable, sólo me consolaba pensar que al terminarse los tacos ya podría yo disfrutar otra vez del concierto.

No fue así. La mujer venía bien pertrechada. Traía una bolsa con rebanadas de manzana y un jugo en tetrapack. Engulló todo y terminó el jugo sorbiendo el popote (la pajilla) de manera ruidosa. No tardó en sacar una botella de medio litro de agua. La bebió toda. Para limpiarse las manos utilizó la envoltura de los tacos. No sé si el director de la orquesta escuchó el crujido de ese papel, pero a mí me provocó escalofríos.

Debo haber suspirado cuando creí que por fin se acababa el tormento. Pero éste continuó. La mujer dejó toda la basura bajo de su asiento y se arrellanó en él como si quisiera estar acostada. Por unos minutos pude escuchar extasiada la obra que se ejecutaba. Pero perdí la concentración otra vez cuando oí que ella roncaba. En efecto, se había quedado dormida. A esas alturas del concierto ya mejor me reía de la situación, y me decía a mí misma que, después de todo, era una fortuna que esa mujer sólo roncara ocasionalmente. Qué ganas me daba de soltar la carcajada cuando veía que ella despertaba cada vez que la audiencia irrumpía con aplausos, ya que inmediatamente se ponía a gritar enloquecida BRAVO, BRAVO. Y chiflaba como si estuviera en el box o en la lucha libre. Cuando sucedía esto, ella marcaba a alguien en su celular y le contaba que el concierto estaba fabuloso. Pero más que hablar casi gritaba, como si estuviera en la calle. Hacía que la persona del otro lado de la línea escuchara el ambiente del teatro a través del celular, al que movía en varias direcciones.

Hecho todo esto, se volvía a dormir. Entonces las ganas de reír desaparecían y comenzaba mi preocupación. La idea de que esta mujer fuera aficionada al boxeo o a las luchas no me parecía descabellada. Por si acaso, la observaba de reojo y me inclinaba lo más lejos posible de ella. No quería recibir un golpe suyo si ella llegaba a soñar que peleaba en el ring y que yo era su adversario. El tormento se acabó sólo hasta que salimos mi hermana y yo del teatro. Jamás en mi vida había tenido una experiencia tan extraña y desagradable ni en una sala de conciertos ni en ningún otro lado. No cabe duda que la cultura da para todos, pero hay que ver algo así para creerlo.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Apuros en la letrina


En una de mis primeras participaciones como médico en el Estado de Campeche, teníamos programado trabajar en una comunidad diferente cada día; para poder contar con más horas del día, viajábamos regularmente de las cinco a las seis de la mañana. En la primera comunidad visitada no hubo ningún problema en lo que se refiere a las instalaciones del área de trabajo, que incluía los servicios sanitarios, pero en la segunda comunidad la cosa fue muy diferente: no había tales servicios cerca del área de trabajo, excepto una excavación que estaban haciendo 2 señores; intrigada me acerqué y vi que era una especie de pozo de poco más o menos dos o tres metros de profundidad; pregunté para qué era y me dijeron que era para la letrina; pregunté si sólo iba a ser ese “agujero”, me contestaron muy serios que sí; además, se tomaron la molestia de explicarme que la “técnica” consistía en amarrar una soga del árbol más cercano para sostener al “usuario”, quien tendría que descender poco a poco hasta el fondo y hacer ahí sus necesidades fisiológicas.

Por supuesto que yo estaba perpleja. ¿Cómo poder hacerlo así, colgados de la soga? Pensé que para ello habría que tener una condición física de la que yo carecía, y encima de todo debía de ser una “técnica” muy muy incómoda, por decir lo menos. Inquieta me reuní con los colegas más experimentados y les cuestioné sobre el asunto. Uno de ellos, para tranquilizarme, me comentó de buen humor que aquéllo había sido sólo una broma de los trabajadores y que, en realidad, la letrina tendría unos troncos atravesados en la abertura para facilitar la posición en cuclillas; asimismo se pondrían “paredes” de palmas, aunque no techo. En efecto, cuando se fueron los trabajadores pude ver que habían atravesado, unidas en los extremos, dos mitades longitudinales de troncos de palma de coco. La superficie plana de los dos troncos había quedado hacia arriba y en ella había una perforación central de diámetro muy pequeño, tal vez de unos 12 cm.


Más tarde, “el llamado de la naturaleza”, me llevó a poner a prueba ese retrete improvisado. Iba justamente hacia la magna obra cuando me encontré con una de las enfermeras que nos acompañaban en la caravana, que venía de vuelta de nuestra flamante letrina; se reía sola, de hecho venía muerta de risa. Obviamente le pregunté por qué se reía tanto, me dijo que acababa de descubrir que era poseedora de una increíble puntería; se refería a que el pequeño diámetro de la perforación en el centro de los troncos no había sido ningún obstáculo para ella. Llegué a la letrina y noté algo que antes había pasado por alto, que no había puerta; afortunadamente yo llevaba una frazada en los hombros, porque hacía frío. La puse como cortina para que no me viesen desde la sala de espera del consultorio, que se ubicaba justo enfrente. Pero la falta de puerta no era el único problema, ni el mayor: al estar apoyados en su curvatura, los troncos eran inestables y daban la sensación de que se podía perder el equilibrio. Nerviosa “estudié” la forma más segura de acomodarme y fijar los pies para no caer al fondo. En cuclillas, me sostuve de las “paredes”; para ello tenía que estirar al máximo mis brazos y sujetar con fuerza una vara que quedaba a la altura de mis hombros. No me dí cuenta de que las “paredes” no estaban ancladas al piso, sino únicamente sobrepuestas, así que al agarrarme con tanto esfuerzo, involuntariamente las hice elevarse y girar del frente hacia atrás, quedando descubierta de la cintura para abajo. Las solté inmediatamente y volvieron a su lugar; me espanté tanto que salí presurosa y regresé a la consulta sin haber cumplido con la naturaleza.

Afortunadamente, al día siguiente llegamos a una comunidad que contaba con baño, agua y mucho más comodidades.


Fotografías de la autora.