miércoles, 17 de febrero de 2010

Apuros en la letrina


En una de mis primeras participaciones como médico en el Estado de Campeche, teníamos programado trabajar en una comunidad diferente cada día; para poder contar con más horas del día, viajábamos regularmente de las cinco a las seis de la mañana. En la primera comunidad visitada no hubo ningún problema en lo que se refiere a las instalaciones del área de trabajo, que incluía los servicios sanitarios, pero en la segunda comunidad la cosa fue muy diferente: no había tales servicios cerca del área de trabajo, excepto una excavación que estaban haciendo 2 señores; intrigada me acerqué y vi que era una especie de pozo de poco más o menos dos o tres metros de profundidad; pregunté para qué era y me dijeron que era para la letrina; pregunté si sólo iba a ser ese “agujero”, me contestaron muy serios que sí; además, se tomaron la molestia de explicarme que la “técnica” consistía en amarrar una soga del árbol más cercano para sostener al “usuario”, quien tendría que descender poco a poco hasta el fondo y hacer ahí sus necesidades fisiológicas.

Por supuesto que yo estaba perpleja. ¿Cómo poder hacerlo así, colgados de la soga? Pensé que para ello habría que tener una condición física de la que yo carecía, y encima de todo debía de ser una “técnica” muy muy incómoda, por decir lo menos. Inquieta me reuní con los colegas más experimentados y les cuestioné sobre el asunto. Uno de ellos, para tranquilizarme, me comentó de buen humor que aquéllo había sido sólo una broma de los trabajadores y que, en realidad, la letrina tendría unos troncos atravesados en la abertura para facilitar la posición en cuclillas; asimismo se pondrían “paredes” de palmas, aunque no techo. En efecto, cuando se fueron los trabajadores pude ver que habían atravesado, unidas en los extremos, dos mitades longitudinales de troncos de palma de coco. La superficie plana de los dos troncos había quedado hacia arriba y en ella había una perforación central de diámetro muy pequeño, tal vez de unos 12 cm.


Más tarde, “el llamado de la naturaleza”, me llevó a poner a prueba ese retrete improvisado. Iba justamente hacia la magna obra cuando me encontré con una de las enfermeras que nos acompañaban en la caravana, que venía de vuelta de nuestra flamante letrina; se reía sola, de hecho venía muerta de risa. Obviamente le pregunté por qué se reía tanto, me dijo que acababa de descubrir que era poseedora de una increíble puntería; se refería a que el pequeño diámetro de la perforación en el centro de los troncos no había sido ningún obstáculo para ella. Llegué a la letrina y noté algo que antes había pasado por alto, que no había puerta; afortunadamente yo llevaba una frazada en los hombros, porque hacía frío. La puse como cortina para que no me viesen desde la sala de espera del consultorio, que se ubicaba justo enfrente. Pero la falta de puerta no era el único problema, ni el mayor: al estar apoyados en su curvatura, los troncos eran inestables y daban la sensación de que se podía perder el equilibrio. Nerviosa “estudié” la forma más segura de acomodarme y fijar los pies para no caer al fondo. En cuclillas, me sostuve de las “paredes”; para ello tenía que estirar al máximo mis brazos y sujetar con fuerza una vara que quedaba a la altura de mis hombros. No me dí cuenta de que las “paredes” no estaban ancladas al piso, sino únicamente sobrepuestas, así que al agarrarme con tanto esfuerzo, involuntariamente las hice elevarse y girar del frente hacia atrás, quedando descubierta de la cintura para abajo. Las solté inmediatamente y volvieron a su lugar; me espanté tanto que salí presurosa y regresé a la consulta sin haber cumplido con la naturaleza.

Afortunadamente, al día siguiente llegamos a una comunidad que contaba con baño, agua y mucho más comodidades.


Fotografías de la autora.