miércoles, 23 de septiembre de 2009

El pellizco en la madrugada

Viejos adobes de Enrique Javier Aguayo de la Peña

En mi primera participación dentro de las caravanas médicas a las comunidades, me tocó ir a un pueblo de Campeche. Nos dieron indicaciones de llevar ropa cómoda, botas, lámpara de mano con pilas nuevas, una hamaca, una sábana y un cobertor. El viaje en camioneta, por un camino de herradura, duró entre ocho y diez horas. Llegamos al sitio en el que trabajaríamos a eso de las ocho de la noche. Veníamos empanizados de polvo, pero como el agua está racionada en la localidad, no pudimos bañarnos en seguida (nos pudimos bañar después comprando agua que había sido colectada de la lluvia, la cual purificamos con cloro). Tampoco había luz. Ahí, el único lugar en donde podíamos quedarnos a dormir era una bodega que tenía dos secciones separadas por un muro, en las que guardaban bolsas de fertilizantes. Como veníamos cansados y con sueño, nos indicaron inmediatamente que en una parte se dormirían las mujeres y en la otra los hombres, cada cual en su hamaca.

Yo no puedo dormir durante toda la noche en hamaca, porque al día siguiente amanezco como si me hubieran apaleado. Por lo tanto, se me hizo fácil pensar que, en vez de llevar mi hamaca, allá podría dormir en el piso sobre algún cartón o periódico. Al ver que todos se instalaban y colgaban su hamaca, yo comenté que no había llevado la mía por la razón que mencioné anteriormente. Uno de los lugareños simplemente me dijo: “como quiera doctora, pero aquí hay víboras, cucarachas, ratones, alacranes, etc.” Nerviosa y sonriente le respondí: “Así por las buenas, pues sí me duermo en hamaca, si es que alguien puede prestarme una.”

Afortunadamente, hubo un alma caritativa dispuesta a prestarme la hamaca. Una vez que ya estaba colgada la hamaca, me acosté con la misma ropa de viaje y me envolví como un taco con la sábana y el cobertor porque se sentía mucho frío. Por cualquier cosa, dejé debajo de mí la lámpara de mano. Hecho esto me dormí casi al instante. Y supongo que todas las compañeras hicieron lo mismo porque todo quedó en silencio. A eso de las tres de la mañana me despertó una especie de pellizco en la ingle, me senté automáticamente en la hamaca y busqué a tientas mi lámpara, la que no encontré por el nerviosismo. Lo único que se me ocurrió hacer fue presionar con la mano la parte donde había sentido el pellizco y algo se movió en respuesta. No podía ver nada, así que fue mucha suerte haber podido atrapar el animal, que resultó ser un insecto enorme. Lo saqué de mi pantalón y atemorizada la arrojé con fuerza al piso tratando de que el golpe por lo menos lo aturdiera.

Al día siguiente, todo mundo se enteró y me mostraron un ejemplar semejante al que me había atacado. Es un insecto hematófago, una enorme cucaracha que habita en ese lugar y que mide alrededor de seis centímetros de longitud. Es común que a los lugareños les piquen estas cucarachas en vez de los mosquitos; les deja una marca muy particular parecida a una estrella o como si se hubiesen espinado con algún arbusto. Estuvimos tres días en ese lugar, por fortuna esto no volvió a suceder y el trabajo concluyó felizmente.